O «Apologia personal dels finals feliços». Perquè em negue a pensar que una gran història és només la que acaba en drama. Perquè abomine dels finals caldosos de la mateixa manera com em rebel·le davant de la impossibilitat (ni que siga en la ficció de l'art) que un relat de vida potent puga tenir també un potent final feliç. I perquè, en la vida, igual com en el cine, o com en la literatura —que és el gènere que ací ens interessa—, s'ha d'aspirar a construir finals grandiosos, sí, però que els finals grandiosos no excloguen el triomf de la bona sort. És difícil, ja ho sé, perquè, als humans, allò que ens fa més humans són les llàgrimes. I perquè és més fàcil fer plorar que fer somriure. Però jo reivindique les llàgrimes aquelles amb què fem les paus amb la vida. Per fi. En tinc tot el dret. Com les que sempre provoca aquest final apoteòsic, bell, obstinadament feliç, que Gabriel Garcia Márquez va regalar a les vides de Florentino Ariza i Fermina Daza, d'El amor en los tiempos del cólera. Un llibre que em va ajudar a no defallir, per cert, en un dels moments més durs i més dominats per l'angoixa de tota la meua vida. I disculpeu, tant si el teniu massa llegit com si, en el cas de no conèixer l'obra, us he malmès la sorpresa del desenllaç. No us preocupeu: segur que, si pertanyeu al segon grup i algun dia us decidiu a posar-hi remei, només tindreu ganes d'arribar al final. I una i mil vegades tornareu a agrair-ne la catarsi afortunada d'aquests dos personatges que van fer, de l'amor infatigable, el seu motiu de ser.
Primera edició de 1985. |
El capitán, desde el puesto de mando, contestó a gritos a
las preguntas de la patrulla armada. Querían saber qué clase de peste
traían a bordo, cuántos pasajeros venían, cuántos estaban enfermos, qué
posibilidades había de nuevos contagios. El capitán contestó que sólo
traían tres pasajeros, y todos tenían el cólera, pero se mantenían en
reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los
veintisiete hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con
ellos. Pero el comandante de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó
que salieran de la bahía y esperaran en la ciénaga de Las Mercedes hasta
las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites para que el
buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y
con una señal de la mano le ordenó al práctico dar la vuelta en redondo
y volver a las ciénagas. Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído
todo desde la mesa, pero al capitán no parecía importarle. Siguió
comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la manera en
que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación
legendaria de los capitanes del río. Reventó con la punta del cuchillo
los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de
plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite
salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar,
esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la
escuela. No se habían cruzado una palabra mientras duró el diálogo con
la patrulla sanitaria, ni tenían la menor idea de qué iba a ser de sus
vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando por ellos: se le
veía en el latido de las sienes. Mientras él despachaba la ración de
huevos, la bandeja de patacones, la jarra de café con leche, el buque
salió de la bahía con las calderas sosegadas, se abrió paso enlos caños a
través de las colchas de tarulla, lotos fluviales de flores moradas y
grandes hojas en forma de corazón, y volvió a las ciénagas.
El agua era tornasolada por el mundo de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos. El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha, turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta elotro lado del mundo. Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie, sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había metido con la bandera del cólera. Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
Imatge extreta de la xarxa. |
El agua era tornasolada por el mundo de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos. El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha, turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta elotro lado del mundo. Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie, sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había metido con la bandera del cólera. Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
—Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua
voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era
el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el
tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
—¿Lo dice en serio? —le preguntó.
—Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los
primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino
Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha
tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
Gabriel García Márquez: El amor en los tiempos del cólera.
En l'edició de Penguin Random House, «Debolsillo», Barcelona, 1997
Gabriel García Márquez: El amor en los tiempos del cólera.
En l'edició de Penguin Random House, «Debolsillo», Barcelona, 1997